Nos llegó una invitación de las que es mejor no dejar pasar, que nos recuerda de manera ancestral de dónde venimos y por qué vale la pena volver. La invitación es retornar a lo simple, a la naturaleza, la tribu; a lugares donde nos sintamos bien, cómodos, conectados y flexibles.
Nos dieron ganas de honrar más que nunca esos lugares donde escasamente íbamos a dormir muchos de nosotros. Habitamos entonces cada espacio de la casa, se volvió el lugar de compartir en familia, donde surgieron las ideas, las soluciones, nos volvimos a reunir para cenar juntos y también se convirtió en un lugar productivo; cada rincón de nuestra casa fue usado en los últimos meses. Nos dimos cuenta que hay unos que nos gustan más que otros y así fuimos haciendo nuestros cada espacio.
También nos pasó que añoramos salir, ver los colores que acompañan el cielo en la tarde, los árboles, las montañas; nos dieron ganas de explorar los olores inconfundibles de la madera y sentir el viento sin más pretensión que esa.
Fue evidente que en estos tiempos donde la riqueza no estaba en lo que teníamos sino en cómo estábamos viviendo cada día, la flexibilidad fue una de esas habilidades a las que tuvimos que acudir con frecuencia, una necesidad urgente de adaptarnos cada día a una nueva situación. Así mismo es la arquitectura, tiene como principio esa habilidad, crear nuevos escenarios con lo que se tiene, ambientar lo que tanto nos gusta y convertirlo en el espacio esperado.
Vamos a volver al origen, a lo primero, a ese momento donde nos basta lo que vemos porque nos lleva justo al lugar de donde venimos. Así son las grandes crisis, unas invitaciones a volver a lo básico, lo esencial, al lugar en donde intuitivamente queremos estar; las ideas se van ajustando pero el deseo es genuino y nos permite esa famosa conexión a la que poco tiempo le hemos dedicado en las últimas décadas.